dijous, 13 de maig del 2010

“YA NO TIENES NI DÓNDE CAERTE MUERTO”

(POR LAURA CONY) PRIMERA PARTE Sobrevivir a esta enorme ola de violencia que nos invade


STAR Nº 45 (1974-1979)


Sobrevivir a esta enorme ola de violencia que nos invade resultaría difícil incluso para el llorado Bruce Lee. No, no bromeo. La gente cuando se atreve a salir a la calle, lo hace con las manos metidas en los bolsillos, la vista fija en el suelo y moviendo las piernas a velocidad astrales. ¿Y en los semáforos? ¿Te has parado a observar alguna vez las personas de tu alrededor cuando la luz roja está encendida? Sus caras están pálidas y ladean nerviosamente la cabeza de derecha a izquierda de manera sistemática y acompasada. No intentes, entonces, por nada del mundo, acercarte a cualquiera de ellas y pedirle la hora, porque o te harían saltar las caries de un puñetazo o bien caerían redondas al suelo. Y no te creas, en el autobús tampoco estás a salvo. ¿Quién no te asegura que aquella señora no sacará de entre las lechugas una pistola calibre 22 y te la hundirá 14 cm. entre las costillas? ¿O que aquel anciano colgado de la barra, aprovechando un frenazo brusco, no te clavará una navaja en el vientre? Y esos enjambres de niños en edad escolar, ¿cómo puedes tener la certeza de que no tienen ningún complejo de Edipo que sublimar?

Sí, ha llegado el temible momento en que aventurarse por la ciudad, sin la protección de un par de guardaespaldas, es una proeza increíble. Yo, por mi parte, cuando me veo obligada a abandonar mi guarida, piso el asfalto igual que si tras de mí viniera una manada de coyotes hambrientos. Y cuando estoy de nuevo en casa, construyo barricadas que dispongo estratégicamente en todos los puntos de acceso del apartamento. En el último de los casos lo único que podrían apalancarse sería la alfombra de la entrada en la que irónicamente se puede leer: Bienvenidos y que, de hecho, tampoco me importaría mucho, porque es un bodrio declarado. Luego, me hundo en un sillón, situado en el rincón más oscuro y ni siquiera me muevo de allí para sacar el disco cuando éste tiene una o más canciones rayadas.

El teléfono hace ya mucho tiempo que sólo lo descuelgo para llamar al 093. Me doy cuenta de que estoy acabada, al borde de la neurastenia. Presiento que mi fin está próximo y que de seguir así pronto voy a dar trabajo a los sepultureros. La paranoia ciudadana me empuja. Antes sí que era distinto. Cuando salías de noche y sola, más o menos ya podías imaginar lo que iba a sucederte: una magreada superficial, un par de tipos pelmas que se ponían pesados para que les acompañaras a beber unas copas y que no te dejaban en paz hasta que besabas sus labios empapados en alcohol, o incluso si me apuras mucho, una violación. Pero la cosa no pasaba de aquí: sin embargo las tradiciones se pierden y ya nadie se fija en ti, sino en tu bolso o en tu grupo sanguíneo. Realmente, hoy en día la sangre priva mucho. Está en la primera plana de todos los periódicos y en cada minuto de la vida diaria. Por si esto no fuera suficiente para que una decidiera morirse por su cuenta y riesgo, hace una semana se presentó en mi piso el procurador del inmueble.

El buen hombre me comunicó que iban a instalar un portero automático. Hasta aquí nada que objetar. Pero el señor sigue, cada vecino deberá pagar treinta mil pelas en efectivo y en el plazo de siete días. Y lo peor de todo esto es que te suelta estas barbaridades con una sonrisa en la boca. ¿Cómo puedes desfigurar la cara a alguien si te muestra las encías en su totalidad? Arguyo tontamente que esto no figuraba en el contrato y que además resulta anticonstitucional. Todos mis intentos fueron inútiles. Es imposible vencer a un procurador que además mide dos metros más que tú, de ancho y de alto. Completamente imposible. Intento formar una coalición con los vecinos, pero mi proyecto resulta fallido. La psicosis de pánico ha invadido a todos mis compañeros de desdicha e infortunio, ilusamente creen que con un portero automático estarán más protegidos.


Article aportat per VEI