dilluns, 16 d’agost del 2010

BARCELONA, DOS DÉCADAS DESPUÉS

LA VANGUARDIA, 26/03/2010

(POR QUIM MONZÓ)

Marie Ndiaye es la autora de libro ganador del último Goncourt, que acaba de aparecer en castellano (Tres mujeres fuertes, en Acantilado) y en catalán (Tres dones fortes, en Quaderns Crema). Anteayer, Rafael Poch publicó una entrevista con ella, en un café de Berlín, donde vive. En un momento de la conversación Ndiaye recordó la época en que, en 1987, residió en Barcelona, y comparó aquella ciudad con la actual: “Volví hace poco y ha cambiado mucho, a peor; está llena de turistas”.

Las autoridades y los que dicen que ya basta de quejarse, que no hay para tanto, que el turismo es una bendición y que los que critican su desmesura son unos cantamañanas, ¿dirán también que Ndiaye es otra quejica ramplona? Porque, a los que nacimos y vivimos en esta ciudad y llevamos décadas denunciando su degradación, es lo que nos dicen, con una sonrisita de desdén. Pero Ndiaye ni nació en Barcelona ni vive aquí, ni su dictamen está impregnado de añoranzas de infancia. Ndiaye vivió en Barcelona en 1987, volvió “hace poco” y –como muchos barceloneses- constata que la ciudad ha cambiado a peor.

Andan todos muy revueltos con la historia que Barack Obama explica en Sueños de mi padre: que estuvo en Barcelona en su juventud mochilera, y que se alojó en una pensión cerca de la Rambla. Fue en 1988, poco después de la estancia de Ndiaye. Cada vez que él recuerda aquel paso por Barcelona, en la plaza Sant Jaime orgasman ante la posibilidad de que un día vuelva. La imagen de Obama paseando por la Rambla de nuevo (ya sin mochila ni melena afro) supondría tropecientos millones más de visitantes. Ya oigo el teclear de las calculadoras en las oficinas de Turisme de Barcelona, con ojos en los que centellean símbolos de dólar (o de euro, tanto da).

Pero, por mucho que cuando regrese lo paseen rodeado siempre de un muro de seguratas y de autoridades locales y aduladoras, es probable que alcance a ver más allá de los hombros de todos ellos, compare, perciba la evidencia de que lo que fue ya no es, y llegue a una conclusión que no diste mucho de la de Ndiaye. Eso sí, los gerifaltes que intentan hacernos creer que lo que sucede no es grave tienen una ventaja: por el cargo que ocupa, Obama no podrá dar su opinión con la sinceridad con la que la da la francesa. Es inevitable que, tras su visita, el americano se deshaga en cumplidos hacia esta ciudad en la que aprendió que fork se llama tenedor en español y forquilla en catalán. Dirá que es preciosa y que le complace muchísimo haber vuelto a visitarla. Habrá que esperar cincuenta años a que publique sus memorias y entonces, libre ya de obligaciones diplomáticas, diga lo que de verdad le parezca. Por fortuna, Ndiaye no es política, ni está obligada a fingir en aras de la diplomacia, sino escritora, y por eso ya ahora dice exactamente lo que piensa.


Article aportat per VEI