Dejemos a un lado el tono improvisado y el cariz electoralista del anuncio de la candidatura a los Juegos Olímpicos de invierno del 2022, apartemos el debate sobre los beneficios que podría traer la organización de un gran evento de este tipo, y centrémonos en la pregunta clave sobre la ciudad y el país: ¿debe Barcelona seguir creciendo a partir de representaciones que tratan de reunir, en un paquete, inversión económica extraordinaria, consenso político sin músculo y alegrías ciudadanas de diseño?
Un gobernante, y más si está en apuros electorales, no debería confundir sus ansias particulares con las necesidades colectivas. Una cosa es tratar de subir puntos en las encuestas y otra, muy distinta, intentar clonar la épica de los Juegos Olímpicos de 1992. Hay éxitos de los que uno no se recupera nunca y, a la vista de las trayectorias de Joan Clos y Jordi Hereu, está claro que la búsqueda obsesiva de otro instante Cobi no hace más que poner en evidencia la enorme distancia con respecto a Pasqual Maragall. Además, el actual alcalde se había mostrado contrario, tras el fiasco del Fòrum de les Cultures, a seguir impulsando el crecimiento de Barcelona a través de este tipo de acontecimientos, versión televisiva de las exposiciones universales que asombraron a nuestros abuelos. Ha cambiado de opinión.
¿Sabemos qué Barcelona queremos para el futuro? Si los Juegos de invierno son una respuesta, ¿cuál era la pregunta? ¿Podemos pensar la ciudad sin necesidad de pagar tributo a la nostalgia y al espectáculo efímero? ¿Es serio intentar que el espíritu de una época pasada venga en ayuda del presente sombrío? ¿Es factible clonar la épica del 92 cuando el liderazgo que la alumbró ya no existe y cuando -todo hay que decirlo- demasiadas decepciones se han incrustado en la piel de muchos de aquellos que bailaron hasta el amanecer? Son preguntas que nadie contestará, pero son pertinentes. Porque no andamos sobrados de energías colectivas y porque vamos agotando los gestos sublimes en derrotas que, luego, no queremos ver como tales, verbigracia la propuesta de gestión del aeropuerto de El Prat, enésimo gol del Gobierno central a unas élites locales que olvidan, con notable facilidad, sus demandas más justas y sus días de mayor coraje.
Se pueden copiar objetos y se pueden clonar animales, pero la épica no admite imitaciones ni rebobinados. Cada período fabrica su ánimo, pero lo hace explorando el porvenir -inquietudes, expectativas, apuestas y sombras- y dejando que lo acontecido sedimente en ese espacio que limita al norte con las ruinas y al sur con las deudas. Las épicas no aparecen en los retrovisores, lo cual nos alerta sobre la amenaza obsolescente que sufren los que confunden contenido con continente, ilusión con emulsión. No sabemos por qué le siguen llamando política cuando sólo es aburrimiento.
Article aportat per VEI
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