LA VANGUARDIA, 04/05/2010
(POR DANIEL ARASA)
La vorágine literaria del día de Sant Jordi comporta necesariamente que pasen desapercibidos muchos libros interesantes y quizás primen otros que lo son menos. Merece la pena el titulado Joan Maragall. Carnets de viatge, de Glòria Casals, editado por la Diputación de Barcelona. Con su lectura acompañamos al poeta por diversos barrios de la ciudad condal, poblaciones costeras como Sitges, Caldes d’Estrac, Blanes, Sant Feliu de Guíxols y Tossa de Mar, y muchos parajes del interior de Catalunya: Montserrat, Castellterçol, Moià, El Montseny, Puigcerdà, Girona, el Empordà, Olot, Ripio, Sant Joan de les Abadesses, Camprodon, Núria o Cauterets.
Eludo la crítica literaria, que no corresponde a esta columna, y me centro en una referencia que hiciera el presidente de la Diputación, Antoni Fogué, en la presentación de la obra. Habló de “acercar literatura y territorio” y, como de pasada pero sin duda con intención, citó el turismo de proximidad. Un apunte siempre oportuno, pero más en tiempos de crisis por estar al alcance de bolsillos semivacíos y cuentas corrientes erosionadas.
Creo que debería llamarse turismo “de descubrimiento” al de proximidad. Porque es habitual que en nuestros desplazamientos lejanos visitemos monumentos, museos, lugares históricos, barrios o restaurantes que las guías nos muestran interesantes. Y lo son. Pero muchísimas de estas personas que viajan a miles de kilómetros jamás han visitado los museos de su propia ciudad, rastreado sus calles o las de pueblos vecinos o recorrido los campos de zonas próximas. Además de barato, a veces gratuito, es un turismo con alto contenido humano porque es particularmente fácil hacerlo en familia o con amigos, comentando con los hijos mil pequeños detalles que mejoren su formación, enseñarles a ser observadores y descubrir la grandeza de muchas cosas que en sí mismas son pequeñas pero son sal de la vida y comentarlas con otras personas huyendo de la masificación y el anonimato.
Alegran los muchos descubrimientos que se van haciendo al recorrer con atención los campos y las calles de las poblaciones. Aquel capitel en una encrucijada, la hornacina en la que nunca nos habíamos fijado, aquella parra centenaria que se encarama junto a la pared y sus grandes hojas cubren los enrejados, la magnificencia de una iglesia en la que no habíamos entrado, merodear entre las vendedoras de un mercado local, conversar con aquel agricultor que nos muestra los mil colores de una curiosa piña de coliflor, observar desde una colina el tembloroso verde plata de las hojas de los olivares movidas por el viento suave, degustar el dulce típico de una comarca, conocer un restaurante de menús paisanos. Y tantas cosas más que nos están esperando.
Article aportat per VEI
(POR DANIEL ARASA)
La vorágine literaria del día de Sant Jordi comporta necesariamente que pasen desapercibidos muchos libros interesantes y quizás primen otros que lo son menos. Merece la pena el titulado Joan Maragall. Carnets de viatge, de Glòria Casals, editado por la Diputación de Barcelona. Con su lectura acompañamos al poeta por diversos barrios de la ciudad condal, poblaciones costeras como Sitges, Caldes d’Estrac, Blanes, Sant Feliu de Guíxols y Tossa de Mar, y muchos parajes del interior de Catalunya: Montserrat, Castellterçol, Moià, El Montseny, Puigcerdà, Girona, el Empordà, Olot, Ripio, Sant Joan de les Abadesses, Camprodon, Núria o Cauterets.
Eludo la crítica literaria, que no corresponde a esta columna, y me centro en una referencia que hiciera el presidente de la Diputación, Antoni Fogué, en la presentación de la obra. Habló de “acercar literatura y territorio” y, como de pasada pero sin duda con intención, citó el turismo de proximidad. Un apunte siempre oportuno, pero más en tiempos de crisis por estar al alcance de bolsillos semivacíos y cuentas corrientes erosionadas.
Creo que debería llamarse turismo “de descubrimiento” al de proximidad. Porque es habitual que en nuestros desplazamientos lejanos visitemos monumentos, museos, lugares históricos, barrios o restaurantes que las guías nos muestran interesantes. Y lo son. Pero muchísimas de estas personas que viajan a miles de kilómetros jamás han visitado los museos de su propia ciudad, rastreado sus calles o las de pueblos vecinos o recorrido los campos de zonas próximas. Además de barato, a veces gratuito, es un turismo con alto contenido humano porque es particularmente fácil hacerlo en familia o con amigos, comentando con los hijos mil pequeños detalles que mejoren su formación, enseñarles a ser observadores y descubrir la grandeza de muchas cosas que en sí mismas son pequeñas pero son sal de la vida y comentarlas con otras personas huyendo de la masificación y el anonimato.
Alegran los muchos descubrimientos que se van haciendo al recorrer con atención los campos y las calles de las poblaciones. Aquel capitel en una encrucijada, la hornacina en la que nunca nos habíamos fijado, aquella parra centenaria que se encarama junto a la pared y sus grandes hojas cubren los enrejados, la magnificencia de una iglesia en la que no habíamos entrado, merodear entre las vendedoras de un mercado local, conversar con aquel agricultor que nos muestra los mil colores de una curiosa piña de coliflor, observar desde una colina el tembloroso verde plata de las hojas de los olivares movidas por el viento suave, degustar el dulce típico de una comarca, conocer un restaurante de menús paisanos. Y tantas cosas más que nos están esperando.
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