Las asociaciones de vecinos del Casc Antic y de Defensa de la Barcelona Vella queremos plantear aquí algunas observaciones al artículo del ilustre profesor Pareja Lozano, «Hotel del Palau, urbanismo y delito», publicado en su diario el pasado día 16 de octubre.
Con razón sugiere el articulista que las “recalificaciones” u “modificaciones puntuales” o “permutas de calificaciones urbanísticas” no entrañan en sí mismas delito penal alguno. Las asociaciones de vecinos denunciantes nunca han afirmado lo contrario a pesar de que tienen la mala costumbre de intentar averiguar qué interés se oculta en este tipo de operaciones, sobre todo cuando afectan a equipamientos, zonas verdes o a elementos del patrimonio histórico-arquitectónico urbano.
En el supuesto del Hotel del Palau entendemos que la supuesta bondad o no de la propuesta urbanística de sustituir un equipamiento docente protegido por un hotel de lujo mediante una especie de compraventa privada, y no publicitada, de aprovechamientos urbanísticos pertenecientes a una finca de la Generalitat de Catalunya, está íntimamente vinculado a ciertas irregularidades estratégicas de orden administrativo-urbanístico que trascienden su necesaria fiscalización por esa rama del derecho.
En casos como éste las reglas del juego jurídico-urbanístico pueden convertirse en un instrumento nada inocente en manos de determinados asesores técnicos condicionados por la voluntad de “familias”, élites sociales y económicas con ascendente sobre el poder político público. Determinados actos administrativos, sobre todo en materia urbanística, tienen unas consecuencias patrimoniales evidentes de enriquecimiento de sus promotores. En el imperio del libre mercado en el que vivimos, ello tampoco es en sí delictivo. Sin embargo, a veces, estas consecuencias patrimoniales nunca explicadas comportan el sacrificio en la actuación administrativa de principios básicos y rectores en un Estado de Derecho como la imparcialidad, la legalidad, la transparencia, la igualdad o la justicia distributiva. Este dato sociológico de la realidad no debería olvidarse ante el examen de operaciones urbanísticas que además se nos presentan como “bondadosas” o necesarias.
Aquí han existido manifiestas irregularidades jurídico-administrativas, como por ejemplo la aprobación de la modificación puntual del PGM sobre la base de un convenio urbanístico no publicado y firmado sin los correspondientes informes previos sobre su idoneidad, al comprometer patrimonio público. O la flagrante vulneración del proyecto urbanístico hotelero con el entonces vigente Pla d’usos de 2005, al afectar la recalificación un equipamiento protegido y agrupar parcelas independientes a pesar de su expresa prohibición. O también la extraña equidistribución de beneficios y cargas urbanísticas, donde no hay cesiones (salvo el 10% legal) ni cargas urbanizadoras, donde la “compensación” a la Generalitat (no al Ayuntamiento) se hace a golpe de talón. En este sentido, pensamos, también en esta insólita manera de considerar la participación de la comunidad en las plusvalías urbanísticas en la que ésta pierde un equipamiento docente para el barrio, mientras que el uso de la finca de la Generalitat deviene jurídica-nominalmente lo que en realidad ya era: un equipamiento. Y todo ello, con una calculada ocultación de información y al servicio de unos determinados intereses privados influyentes que hacen que dichas irregularidades traspasen esa tenue frontera que separa entre el ilícito administrativo y el ilícito penal.
La resultante perversión singular de la función social del urbanismo y de la función social de la propiedad privada, así como la del interés público de la operación, en función de la “relevancia social” de sus promotores, son indicios suficientes como para que la fiscalía de delitos urbanísticos haya vislumbrado hechos delictivos en ese modus operandi. Y ello con independencia de ser además testigos de cómo este asunto ha puesto al descubierto hasta qué punto tenemos interiorizada y naturalizada la vieja división clasista de la sociedad, la presunta imparcialidad y honestidad de la tecnocracia administrativa y la ausencia de voz, decisión y crédito de los vecinos.
En este caso, el intervencionismo de la jurisdicción penal funciona (debería funcionar) como una garantía del funcionamiento honesto de la Administración pública. Si queremos garantías y juego limpio no cabe argumentar que lo importante es que el gato cace ratones. Ese maquiavelismo de razón de Estado que siempre tiende a suprimir garantías en la fiscalización de la propia Administración pública a los efectos de primar el pragmatismo del “buen funcionamiento de la Administración pública”, no resta heroicidad alguna a la participación en la gestión de la cosa pública. Todo lo contrario. Y dan fe de ello las asociaciones de vecinos y particulares que desde su modesta posición e influencia social, participan en la gestión de la cosa pública de manera voluntaria, desinteresada, sacrificando su tiempo y su dinero. Por favor, en esta historia no nos confundamos de héroes.
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