Hay calles engalanadas disfrazadas de la misma vida con un resultado dispar
MANUEL TRALLERO - 17/08/2003
Hay unas atracciones de feria en que los padres meten a los niños por un instante y respiran felicidad por la distancia alcanzada mientras sus vástagos dan vueltas al tiovivo, igual que astronautas en órbita sobre la Tierra. Y hay también un autobús de la Generalitat anunciando la futura línea 9 del metro, porque no en vano estamos ya en pleno adviento electoral. Hay calles engalanadas, disfrazadas de la misma vida, con objeto de uso cotidiano como botes de detergente o botellas de plástico. Ahí han encajonado como han podido un escenario con un conjunto de música, un barra con un grifo de cerveza y unas mesas en donde los vecinos cenan en camiseta y las señoras se abanican bajo un cielo de papeles pintados y serpentinas, que representa el fondo del mar con pulpo de cartón piedra.
La fiesta consiste en eso, en tomar la calle, no en vano la calle es suya, siempre lo ha sido, para lo que les venga mayormente en gana, en esta república federal, catalanista y libertaria de la antigua villa de Gràcia, que a pesar de los intentos nunca se ha convertido en un simple barrio más de Barcelona. El resultado es dispar y se queda a mitad de camino entre la Love Parade de Berlín y una demostración sindical de coros y danzas. Hay un público que tira de calzón corto y ostenta la tira del sujetador en coexistencia con la tira de la camiseta, y que por las apariencias debe tratarse ni más ni menos que del pueblo, del pueblo soberano.
La codificación es implacable, el orden del día como si dijésemos está perfectamente establecido, el guión es sabido, el margen de sorpresa inexistente. Primero sale una especie de dragón del pobre Gaudí tirando petardos y fuego por la boca, seguido de unos gigantes y cabezudos, tras los cuales aparecen más tarde unos bailarines de las Terres de l'Ebre y una comitiva chiquita de Sant Medir, lanzando caramelos, y así sucesivamente. Inventarse la tradición siempre es un riesgo que bordea el ridículo.
Hay ruido de tambores por doquier a mitad de camino entre reunión de una tribu zulú y Semana Santa en Calanda, baretos abiertos hasta que salga el sol y urinarios portátiles que ha colocado el concejal de distrito para que el personal no se haga aguas por todas partes, sino en su sitio, con éxito escaso. Es un popurrí, una ¿escudella barrejada¿ en donde los ingredientes flotan, cada uno por su cuenta y a su bola, un caleidoscopio cambiante de imágenes no sólo opuestas, sino contradictorias. Unos vecinos toman el fresco, una escena pueblerina a la puerta de sus casas, y a escasos metros se cortan pedazos de shawarma para un público multicultural. Una familia al completo come pan con tomate y jamón sobre platos de plástico, y a su alrededor el ambiente se dulcifica por el aroma penetrante del porro.
Hay vecinos que se quejan con pancartas en los balcones donde puede leerse ¿Fora sorolls i drogues¿, o ¿Gràcia vol descans¿, y pintadas donde se denuncia la represión contra la izquierda independentista. Y en la plaza del Diamant se ha instalado una estación de metro de mentirijillas, ¿Estación García-Valdecasas¿, en que los llamados cuerpos de seguridad del Estado no salen precisamente muy bien parados. Los guiris pasean con cara de alucinación permanente, mientras agosto dobla su mitad, inicia la cuesta abajo, y el calor amaina tras habernos tenido metidos a todos en plena ebullición, como en el mismo infierno. Las lluvias están por llegar, septiembre al caer. Yo, por si acaso, como Pijo Aparte y Teresa, de la novela de Joan Marsé, he bailado un lento como cada año, antes de que se acabe el verano o lleguen los Mossos d'Esquadra a Barcelona.
Article aportat per VEI
MANUEL TRALLERO - 17/08/2003
Hay unas atracciones de feria en que los padres meten a los niños por un instante y respiran felicidad por la distancia alcanzada mientras sus vástagos dan vueltas al tiovivo, igual que astronautas en órbita sobre la Tierra. Y hay también un autobús de la Generalitat anunciando la futura línea 9 del metro, porque no en vano estamos ya en pleno adviento electoral. Hay calles engalanadas, disfrazadas de la misma vida, con objeto de uso cotidiano como botes de detergente o botellas de plástico. Ahí han encajonado como han podido un escenario con un conjunto de música, un barra con un grifo de cerveza y unas mesas en donde los vecinos cenan en camiseta y las señoras se abanican bajo un cielo de papeles pintados y serpentinas, que representa el fondo del mar con pulpo de cartón piedra.
La fiesta consiste en eso, en tomar la calle, no en vano la calle es suya, siempre lo ha sido, para lo que les venga mayormente en gana, en esta república federal, catalanista y libertaria de la antigua villa de Gràcia, que a pesar de los intentos nunca se ha convertido en un simple barrio más de Barcelona. El resultado es dispar y se queda a mitad de camino entre la Love Parade de Berlín y una demostración sindical de coros y danzas. Hay un público que tira de calzón corto y ostenta la tira del sujetador en coexistencia con la tira de la camiseta, y que por las apariencias debe tratarse ni más ni menos que del pueblo, del pueblo soberano.
La codificación es implacable, el orden del día como si dijésemos está perfectamente establecido, el guión es sabido, el margen de sorpresa inexistente. Primero sale una especie de dragón del pobre Gaudí tirando petardos y fuego por la boca, seguido de unos gigantes y cabezudos, tras los cuales aparecen más tarde unos bailarines de las Terres de l'Ebre y una comitiva chiquita de Sant Medir, lanzando caramelos, y así sucesivamente. Inventarse la tradición siempre es un riesgo que bordea el ridículo.
Hay ruido de tambores por doquier a mitad de camino entre reunión de una tribu zulú y Semana Santa en Calanda, baretos abiertos hasta que salga el sol y urinarios portátiles que ha colocado el concejal de distrito para que el personal no se haga aguas por todas partes, sino en su sitio, con éxito escaso. Es un popurrí, una ¿escudella barrejada¿ en donde los ingredientes flotan, cada uno por su cuenta y a su bola, un caleidoscopio cambiante de imágenes no sólo opuestas, sino contradictorias. Unos vecinos toman el fresco, una escena pueblerina a la puerta de sus casas, y a escasos metros se cortan pedazos de shawarma para un público multicultural. Una familia al completo come pan con tomate y jamón sobre platos de plástico, y a su alrededor el ambiente se dulcifica por el aroma penetrante del porro.
Hay vecinos que se quejan con pancartas en los balcones donde puede leerse ¿Fora sorolls i drogues¿, o ¿Gràcia vol descans¿, y pintadas donde se denuncia la represión contra la izquierda independentista. Y en la plaza del Diamant se ha instalado una estación de metro de mentirijillas, ¿Estación García-Valdecasas¿, en que los llamados cuerpos de seguridad del Estado no salen precisamente muy bien parados. Los guiris pasean con cara de alucinación permanente, mientras agosto dobla su mitad, inicia la cuesta abajo, y el calor amaina tras habernos tenido metidos a todos en plena ebullición, como en el mismo infierno. Las lluvias están por llegar, septiembre al caer. Yo, por si acaso, como Pijo Aparte y Teresa, de la novela de Joan Marsé, he bailado un lento como cada año, antes de que se acabe el verano o lleguen los Mossos d'Esquadra a Barcelona.
Article aportat per VEI
1 comentari:
en mi opinion las fiestas de gracia son una pequeña llamada a toda la gente que esta cansada de la ciudad, xq yendo alli, es como estar en un pequeño pueblo, solo que con una decoracion fascinante y estupenda que hace de estos 7 dias de agosto una explosion de sensacionses y sentimientos que de momento jamas lo he sentido.
respecto al articulo sobre el ruido vomitos y orines, los unicos vomitos que hay en gracia son la gente como esta, no respetan y lo'que le preguntaria son dos cosas: xa que vives en un barrio que sabes que hay mucho ruido? y la otra es, nunca has sido joven?
muchas gracias por su atencion y disfruten de las fiestas
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